Mabel
"Cuando me volví otra vez
hacia Mabel, vi que se estaba quitando la ropa. Había dejado sus zapatos en la
arena, cerca de la muralla, y se sacó la blusa. Tenía pechos grandes y firmes;
apenas oscilaron con los movimientos que hizo para quitarse el pantalón. No
usaba otra clase de prendas.
Su desnudez, que llevaba con
tanta naturalidad como un vestido de todos los días, me dejó mudo, clavado en
mi sitio. Sufrí una serie de reacciones, muy rápidas, que solo tiempo después
me ocupé en analizar al recordarla. Había una contradicción, ya en la muchacha,
ya en mí mismo, que me provocaba las reacciones, distintas y aún antagónicas.
El cuerpo era de una belleza sólida, de una lujuria excitante, y lo primero que
sentí fue un deseo rabioso de poseerla. Una oleada de ansiedad sexual me
recorría todo el cuerpo y finalmente me provocaba una erección total y
perentoria. Pero Mabel era algo más que su cuerpo, y se presentaba ante mis
ojos como la imagen misma de la inocencia. No había en su actitud ni el menor
asomo de provocación. De inmediato, la oleada de mis deseos se veía enfrentada
a esa actitud esencialmente asexuada de la muchacha, y la erección cedió en un
instante y la corriente que me electrificaba el cuerpo pasó a transitar,
supongo, por otras vías: me invadió un estado de dulzura y lucidez, y me sentí
realmente un hombre, un ser humano, un ser que formaba parte de la Naturaleza,
una partícula ínfima y sin embargo imprescindible del Universo.
Caminó hacia el agua, y en
el momento en que sus pies eran lamidos por una ola, se dio vuelta para
saludarme con una mano en alto y una sonrisa. Luego se introdujo en el mar.
El agua la fue cubriendo, y
cuando le llegaba a la cintura se sumergió. Nadó un rato debajo del agua y apareció
un poco más lejos; luego siguió nadando.
Me tendí sobre una roca. El
sol no era muy fuerte, y ese calor era exactamente lo que necesitaba. Resolví
quitarme la ropa yo también, y volví a tenderme, ahora sobre la arena. Ya no
había en mí pensamientos eróticos; después, conseguí alejar todo tipo de
pensamientos.
No advertí que había
regresado hasta que su carne blanca pasó delante de mis ojos; yo estaba echado
de costado, la cabeza apoyada sobre mi brazo derecho extendido, y vi cómo se
vestía sin preocuparse de que su cuerpo estuviera todavía mojado, ni de que yo
la observara. Mostraba en la cara una felicidad intensa, casi mística.
Me puse mis ropas y fui a
sentarme junto a ella. En el bolsillo conservaba el frasco que me había
regalado; bebimos unos tragos del licor y ella tomó el frasco vacío y lo arrojó
al agua. Flotó unos instantes y luego se hundió.
Nos observamos largamente.
Me seguía desconcertando ese tiempo suyo: parecía no esperar nada, como si se
sintiera bien de continuo, sin la necesidad de hacer nada para evadir el minuto
presente; no había conocido nunca a un ser tan lejos de la ansiedad o del
miedo, una especie de animalito feliz. Me miraba sin ninguna expresión en
particular; estaba seguro de ser para ella un objeto lindo, tan lindo como un
trozo de la muralla o como el tapón del frasco que había quedado sobre la
arena, o como todos y cada uno de los objetos que componían su mundo. Y esta
idea no me hacía sentir rebajado a la condición de objeto; por el contrario, me
sentía integrado a ese mundo tan especial, donde todo estaba vivo, donde las
rocas y los tapones de los frascos adquirían, junto a ella, una dimensión distinta; me sentía orgulloso de
formar parte de esa colección, aunque abarcara todos los objetos posibles,
quizás porque tenía la certeza de que no debían de ser muchos los seres humanos
con los que ella compartía su alegre soledad.
Me sentí humillado cuando
necesité tomarle una mano entre las mías; lo sentí como un gesto vano de
posesión, que me situaba muy lejos de lo que era ella. Pero ella no varió su
actitud, y me siguió contemplando inexpresivamente, y supe que estaba viviendo
todo al mismo tiempo, saboreando el aire y el sol y el ruido del mar y mi
presencia".
El Lugar, Mario Levrero, 1969.
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