Un café con una iluminada

Entró al café con una sonrisa extremádamente cálida, risueña, y en calma, como si todo fuese normal. Por supuesto, ese día no sucedía nada particularmente anormal. En realidad, para ella, todo estaba sucediendo. 

No llevaba un manto blanco sobre su cuerpo ni tenía puesto un vestido hindú. Al verme, no me hizo ningún tipo de reverencia juntando las palmas de sus manos, ni tampoco inclinó su cuerpo hacia adelante como símbolo o señal de bienvenida. Su rostro no estaba cubierto y su cabello era largo, llevándolo al viento.

No parecía ser una santa, mucho menos un ser superior, un personaje de la India o de alguna religión ortodoxa u oriental a la que muchos se arrodillarían para venerarla, buscando la bendición, la absolución de sus pecados, la salvación eterna. 

Tampoco tenía dibujado o pegado el tercer ojo en su frente pero, sin embargo, veía más que todos. En el café, nadie la reconocía ni se percataba de su presencia, pero ella sí, se reconocía en todo y en todos. Ella estaba presente.

Compartir aquella charla me hizo romper varios estereotipos, quebrar ciertos ideales y barrer algunas teorías que me había formado a lo largo de mi vida con respecto al concepto de la iluminación, y lo que significa realmente estar iluminado. 

La iluminación, para mí, consistía en una meta, en un logro superior totalmente ajeno a las posibilidades de cualquier mortal. Jesucristo, Buda, la Madre Teresa de Calcuta, y hasta ahí llegaba mi lista, bastante chata por cierto, de iluminados, de seres superiores que habían alcanzado el cielo, el amor incondicional, y ser la totalidad, vivir en un estado de gracia, de plenitud. Todo eso sonaba muy bien, pero me parecía una película de ciencia ficción donde finalmente los personajes terminaban en el paraíso, bailando, felices y comiendo perdices. No, la vida no era una película, ni era tan bondadosa.

Pero sí, la vida es buena y el universo era, y sigue siendo, bondasoso. Aquel agnosticismo se rompió en mil pedazos cuando presencié en carne viva, en tres ocasiones, el milagro del que tanto hablaba Buda, Jesús, María Teresa y ahora ella, la muchacha del café. Tres breves y contundentes ráfagas de iluminación fueron suficientes para entender lo que significaba todo aquel asunto de la iluminación, ese despertar del que hablaban muchas religiones con tanta admiración, solemnidad y lejanía. Ahora ya lo sabía, y ella... ella ya se había despertado.

Observándola con profunda admiración no percibí en su presencia ningún tipo de búsqueda, de querer parecer, ni un ego expresándose infantilmente gritando hacia adentro "mírenme, estoy acá", exigiendo atención, admiración, reconocimiento del otro. En ella no existía consciencia del otro, tanto el observador como lo observado se habían fundido entre sí, siendo uno, todo con ella. Ni tú, ni ellos, ni vosotros. La proyección mental hacia afuera y hacia adentro se desintegró totalmente para permanecer en un único espacio.

Ella era simple, era movimiento y a la vez era quietud. Se movía sin moverse. En ella me vi y me reconocí a mí mismo en su propia transformación, en su estado de paz, inalterado, expandido. Me reconocí en cada palabra, en cada frase y en cada expresión que brotaba de su ser. Me habló del vértigo, de la resistencia, de la liberación tras aceptar que todas esas sensaciones, extrañas y desconocidas a las que días anteriores tuvo que enfrentarse, eran ella misma y tan solo buscaban expresarse, emerger, florecer; me habló de soltar, de la posibilidad de desprendernos de todas las formas concebidas, de romper la identidad a la que tanto defendemos y nos aferramos, para finalmente integrarnos con el todo, expandirse en sí mismos y regresar a la fuente, a la plenitud, a la gracia.

Me habló de volver al hogar. Ella ya estaba en casa, y realmente me alegré por ella.

A veces me da por reflexionar sobre la verdadera razón de los vínculos y las relaciones, el sentido que tienen y qué esconden y guardan aquellas conexiones tan fuertes y mágicas entre los seres humanos. Y a veces, cuando pienso en ella y en la razón de haberla conocido, intuyo que fue para recordar de dónde vengo. Para bajar a la tierra y deje de idealizar tanto, de estar en las nubes. Estoy seguro de que la conocí, de alguna forma, para poder concretar, anclar, para reconciliarme con la materia, con el plano físico. Por todo eso y mucho más, siento plena gratitud de que sea parte de mi camino, en esta vida. 

Y algo importante que recordé con ella: la iluminación, el despertar, tan lejano y ajeno, está ahí, en un chasquido de dedos. Es encender la luz. Es aceptar que somos más que emociones, pensamientos que vienen y van, formas mentales que nos hacen reaccionar, dividirnos, separarnos del otro.

Guardamos dentro nuestro la inmensidad, la abundancia y la plenitud del océano entero. Somos el océano. ¿Y por qué, Juan? Porque somos parte de la naturaleza, no separada de ella, y estamos constituidos por las mismas propiedades, los mismos componentes (átomos, electrones) que una gota de agua, un grano de azúcar o una pestaña. Viéndolo de esa forma, continuar en el sufrimiento, en la carencia y en la duda, no tiene sentido alguno.

Estoy seguro, la transformación de nuestra consciencia es inminente, está sucediendo en este momento aunque no lo percibamos. El cambio, la transformación y el regreso a casa están cerca y, felizmente, no se pueden evitar.


¿Cuánto tiempo más vas a resistirte?


💙






Comentarios

  1. Estábamos un grupo de compañeros pelando los cientos de papas, zapallos y verduras para el puchero diario, una actividad rutinaria solo llevadera por las largas conversaciones y locas anécdotas que desgranábamos sobre la vida. Yo conté la amarga experiecia de un amigo que, cuando estaba recibiendo una tremenda paliza por parte de una patota de Carrasco, lastimado, tirado en el suelo sin reacción alguna, apareció un muchacho de la nada que la emprendió a golpes contra todos ellos haciéndolos huir como ratas que eran. Un salvador anónimo que lo ayudó a levantarse, que le ofreció su pañuelo para limpiar sus heridas, que le dió dinero para que se tomara el ómnibus. Cuando terminé de contar el incidente ocurrido diez años atrás y luego de unos segundos de silencio, el nuevo compañero al que no conocíamos, expresó: "tal cual, me acuerdo clarito, eran como cinco moliéndolo a golpes... qué se le va a hacer, era imposible no reaccionar frente a tal abuso..." ¿Casualidad? ¿Sincronización? ¿Puntos lejanos que se conectan?

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