Lo aprendido, y lo aprehendido

Después de aquella experiencia, de haber conocido la plenitud, me fue imposible volver atrás; mi consciencia, la manera que tenía de percibir, de ver la realidad, se había transformado, expandido. Podría afirmar, sin temor a errarle, que nuestra consciencia es como un jugoso y enorme chicle, y como tal, puede expandirse, estirarse, desde centímetros, metros, millas, a kilómetros cuadrados. Cuanto más se expande el chicle, más integrados a la naturaleza estamos, y cuanto más integrados a la naturaleza estamos, mayor es el goce, mayor es la plenitud, mayor es la intensidad. Intento hacer el ejercicio de imaginarme cuánta intensidad, magnitud y poder guarda en sí mismo el océano, y se me desborda la mente de pensarlo, y en seguida me viene a la memoria el niño que veía por primera vez el océano y le dice a su papá "Pa, ¿me ayudás a mirar? Es que me pierdo".

Teniendo claro esto, poco a poco comencé a entender el funcionamiento de mi mente, a conocerme, a estar más atento; empecé, gradualmente, a trabajar en mi capacidad de observación e introspección, a desarrollar mi intuición, a ponerla en práctica.

Creo que uno de los aprendizajes más trascendentes que me dejó este viaje, fue comprender que cualquier concepto o experiencia que viniese de afuera, proyectada hacia el exterior, no es más que el reflejo de lo que soy. Es decir, la experiencia de haberme reconocido enteramente en el muchacho que viajaba al lado mío en el ómnibus, me llevó a entender que el otro también soy yo, que las frustraciones (las emociones, los pensamientos) que proyecto y que me genera el otro, son mías, habitan en mí. Sé que cualquier situación, persona o cosa que la vida me ponga en frente cumple una función: reconocerme a mí mismo, en mi luz y en mi sombra.

Estoy convencido de que no hay nada más laborioso, complejo y doloroso para el ser humano que emprender el viaje que conduce hacia sí mismo; nada le es más difícil que aceptar y reconocer, con humildad, honestidad y entrega, que debajo de todas esas capas rígidas, duras, debajo de la caparazón, muchas veces oxidada, escondemos un niño tremendamente herido, muerto de miedo cuyo único y mayor anhelo en la vida es expresarse en toda su magnitud, en todo su potencial.

Estas tres experiencias luminosas, de alguna forma me hicieron sentir que le tenemos miedo, incluyéndome, a la intensidad, a la abundancia, a lo divino. ¡Por supuesto! Grita alguien ahí afuera, con ímpetu y decidido a expresarse: cómo no tenerle miedo a algo tan grande e intenso si desde que nacemos nos implantan un chip dentro de nuestro cerebro con un software de 1849, educándonos desde una idea limitada, pequeña, a través de la carencia, de lo que falta, de lo que no hay, ideales heredados de antiguas generaciones. Que eso está bien, que eso es correcto, que eso está mal, saca la mano, camina despacio, igual que tu hermano, pórtate bien, que es el deber, que no, que sí, que 2+2 es igual a 4, y eso no se discute, que El Señor te está mirando, bla, bla, bla, amén...  Siempre recuerdo que somos hijos, nietos, bisnietos de la guerra, de persecusiones, de violencia, de grietas, de caos, de hambre. Viniendo desde ese lado, algo tan grande e intenso ¡cómo no va a asustar!






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